A finales de febrero de 1592 se marchó a Roma, convencido de que estaría poco tiempo, el necesario para tramitar algunos asuntos de su diócesis y obtener una canonjía, que le permitiera volver a la patria, tranquilo para mirar el mañana con una cierta calma y confianza.
Uno de esos días por el Trastevere encontró a unos de esos muchachos que frecuentaban la escuelita en la parroquia de Santa Dorotea que el mismo párroco Don Antonio Brandini llevaba. Conmovido por el celo de don Brandini manifestó una cierta disponibilidad a echarle una mano, y fue entonces cuando sintió que Dios le llamaba a esta misión: ayudar no sólo a los pobres en general sino a los niños, muchachos y juventud mas desheredada a salir de la vía muerta de los sin esperanza, y a luchar por un futuro de ciudadanos respetados, de buenos cristianos, de esforzados trabajadores, capaces de ganarse el pan honestamente.
Llega la canonjía, pero tarde. En Roma Calasanz había encontrado el mejor modo de servir a Dios haciendo el bien a esos muchachos y ya no iba a dejarlo por nada del mundo. Calasanz emprendió la misión que Dios le encomendaba. Las dificultades fueron una constante en su camino.
En todo este nuevo recorrido Calasanz tropezó con fatigas y sacrificios motivados por: una situación económica siempre precaria (aunque también elegida); problemas con los maestros ineptos o tránsfugas… Cada día se encontraba ante una realidad más grande, comprometedora, más ambiciosa en el buen sentido como era la escuela que crecía y la familia religiosa que tomaba fuerza.
Desde el principio tuvo que descubrir por qué derroteros debían ir las escuelas, mostrar la importancia del ministerio de la educación tan desprestigiado por aquel entonces. Contó con la oposición de algunas órdenes religiosas que lo veían como competencia.
Algunos han venido a llamar a Calasanz el Job del Nuevo Testamento. El fundador de las Escuelas Pías conocerá los últimos años de su vejez como un período durísimo y tormen-toso, el más difícil y penoso de su vida, un verdadero calvario, que se concluirá, como para Cristo, sólo con la muerte.
“Si permanecemos unidos como verdaderos hermanos no debemos tener miedo de nada, aunque se desencadene el infierno”.
Calasanz el hombre bueno, capaz de perdonar a quienes tanto daño le habían hecho, se mantuvo fiel a la Iglesia, a la cual sirvió desde siempre. Así rogó que solicitaran para él ante su muerte inminente la indulgencia plenaria y la bendición del Papa que había ordenado la Reducción de la orden.
Moría en Roma el 25 de agosto de 1648.